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Viajo con libros: "África mía"

Viajo con libros: "África mía"

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“La escritora danesa Karen von Blixen, con el seudónimo de Isak Denisen, escribió en 1937 el libro que inspiró la película romántica África Mía, interpretada por Meryl Streep y Robert Redford y ganadora de 8 Óscars. Un clásico del cine norteamericano.

I. 

La granja de Ngong

Yo tenía una granja en África, al pie de las colinas de Ngong. El ecuador atravesaba aquellas tierras altas a un centenar de millas al norte, y la granja se asentaba a una altura de unos seis mil pies. Durante el día te sentías a una gran altitud, cerca del sol, las primeras horas de la mañana y las tardes eran límpidas y sosegadas, y las noches frías. La situación geográfica y la altitud se combinaban para formar un paisaje único en el mundo. No era ni excesivo ni opulento; era el África destilada a seis mil pies de altura, como la intensa y refinada esencia de un continente. Los colores eran secos y quemados, como los colores en cerámica. Los árboles tenían un follaje luminoso y delicado, de estructura diferente a la de los árboles en Europa; no crecían en arco ni en cúpula, sino en capas horizontales, y su forma daba a los altos árboles solitarios un parecido con las palmeras, o un aire romántico y heroico, como barcos aparejados con las velas cargadas, y los linderos del bosque tenían una extraña apariencia, como si el bosque entero  vibrase ligeramente. 

Las desnudas y retorcidas acacias crecían aquí y allá entre la hierba de las grandes praderas, y las hierbas tenían un aroma como de tomillo y arrayán de los pantanos; en algunos lugares el olor era tan fuerte que escocía las narices. Todas las flores que encontrabas en las praderas o entre las trepadoras y lianas de los bosques nativos eran diminutas, como flores de las dunas; tan sólo en el mismísimo principio de las grandes lluvias crecía un cierto número de grandes y pesados lirios muy olorosos. Las panorámicas eran inmensamente vacías. Todo lo que se veía estaba hecho para la grandeza y la libertad, y poseía una inigualable nobleza. La principal característica del paisaje y de tu vida en él era el aire. Al recordar una estancia en las tierras altas africanas te impresiona el sentimiento de haber vivido durante un tiempo en el aire. 

Lo habitual era que el cielo tuviera un color azul pálido o violeta, con una profusión de nubes poderosas, ingrávidas, siempre cambiantes, encumbradas y flotantes, pero también tenía un vigor azulado, y acorta distancia coloreaba con un azul intenso y fresco las cadenas de colinas y los bosques. A mediodía el aire estaba vivo sobre la tierra, como una llama; centelleaba, se ondulaba y brillaba como agua fluyendo, reflejaba y duplicaba todos los objetos, creando una gran Fata Morgana. Allí arriba respirabas a gusto y absorbías seguridad vital y ligereza de corazón. 

En las tierras altas te despertabas por la mañana y pensabas: “Estoy donde debo estar”. La montaña de Ngong se extiende, como una larga cordillera, de norte a sur y está coronada por cuatro majestuosos picos que, como olas inmóviles azul oscuro, se recortan contra el cielo. Tiene una altura de ocho mil pies sobre el nivel del mar y al este dos mil pies sobre la tierra que le rodea; pero hacia el oeste la vertiente es más profunda y empinada: las colinas bajan verticalmente hacia el valle de la Falla Grande. El viento en las tierras altas soplaba de modo continuo de norte a nordeste. Es el mismo viento que por las costas de costas de África y Arabia llaman el Monzón, el viento del este, que era el caballo favorito del rey Salomón. Allí arriba se sentía simplemente la resistencia del aire, como la tierra al lanzarse hacia adelante en el espacio. El viento corría directamente contra las colinas de Ngong y sus laderas ofrecían un lugar ideal para los planeadores, que podían ser levantados por las corrientes por encima de la montaña. Las nubes, que viajaban con el viento, chocaban contra las laderas de la colina y quedaban colgadas o eran atrapadas en la cima y rompían en lluvia. Pero las que iban más altas y evitaban el escollo se disolvían hacia el oeste, sobre el ardiente desierto del valle de la Falla. Muchas veces he seguido desde mi casa el avance de esas maravillosas procesiones, admirando sus orgullosas masas flotantes, que enseguida pasaban las colinas, se perdían en el aire azul y desaparecían.

Desde las colinas de Ngong se tiene una vista única: hacia el sur se extienden las vastas llanuras del gran cazadero que llegan hasta el Kilimanjaro; hacia el este y hacia el norte la región que es como un parque, de colinas bajas con bosques detrás, y el terreno ondulante de la reserva kikuyu, que llega hasta el monte Kenya, a cien millas de distancia –un mosaico de pequeños campos de maíz cuadrados, huertos de plátanos y pastos, el humo azul aquí y allá de una aldea nativa como un pequeño grupo de toperas puntiagudas-. Pero hacia el oeste, muy abajo, yace el seco, el lunar paisaje de las tierras bajas africanas. El desierto pardo está irregularmente moteado por pequeñas matas de arbustos espinosos, los serpenteantes lechos de los ríos siguen el trazo de tortuosas sendas de color verde oscuro; esos son los bosques de las poderosas mimosas con sus grandes ramas, con espinas como púas; allí crecen los cactus y es el hogar de la jirafa y el rinoceronte.

Nairobi era nuestra ciudad, a doce millas de distancia, allá abajo en una porción de tierra llana entre colinas. Allí estaba la casa del Gobierno y las grandes oficinas centrales; desde allí se gobernaba el país. Es imposible que una ciudad no desempeñe un papel en tu vida, no importa lo bueno o lo malo que puedas decir de ella, tu espíritu se siente atraído por la ley mental de la gravitación. La luminosa calina del cielo sobre la ciudad por la noche, que se veía desde algunos lugares de mi granja, me hacía pensar y me recordaba las grandes ciudades de Europa. Cuando llegué por primera vez a África no había coches en el país y teníamos que cabalgar hasta Nairobi o íbamos en un carro arrastrado por seis mulas, que dejábamos luego en los establos de The Highland Transport. Durante toda mi época Nairobi fue una ciudad variopinta, con unos cuantos nuevos y espléndidos edificios de piedra y zonas enteras de viejas tiendas, oficinas y bungalows construidos de chapa ondulada, con hileras de eucaliptos, en calles desnudas y polvorientas. Las oficinas del Alto Tribunal, el Departamento de Asuntos Nativos y el Departamento Veterinario estaban instalados de cualquier manera: sentía un gran respeto hacia aquellos funcionarios gubernamentales capaces de trabajar en unas habitaciones asfixiantes y oscuras como un pozo. A pesar de todo Nairobi era una ciudad donde podías hacer compras, enterarte de noticias, almorzar o cenar en los hoteles y bailar en el club. Un lugar animado que se movía como agua fluyendo y crecía como algo joven, que cambiaba de año en año  mientras estabas fuera en un safari. La nueva casa del Gobierno estaba ya construida y era un edificio majestuoso y fresco, con un espléndido salón de baile y un bonito jardín; se levantaban grandes hoteles, se celebraban grandes e impresionantes exposiciones agrícolas y florales, y nuestra Quasi Gente Bien de la colonia de vez en cuando animaba la ciudad con trifulcas de melodrama ligero. Nairobi te decía: «Aprovéchate lo que puedas de mí y del tiempo. “Wir kommen nie wieder so Jung”, tan indisciplinada y rapaz, “zusammen”. Por lo general, Nairobi y yo nos entendíamos muy bien y una vez en que iba conduciendo por la ciudad y pensé: “El mundo no existiría sin las calles de Nairobi”. Los barrios de los nativos y de los emigrantes de color eran muy grandes en comparación con la ciudad europea. La ciudad Swaheli, en la carretera al Club Muthaiga, gozaba de dudosa reputación; era un lugar animado, sucio y chillón, en donde a cualquier hora ocurrían cosas. Estaba construida fundamentalmente con latas viejas de parafina aplanadas a martillazos y en diversos grados de oxidación, como el coral, de cuya estructura fosilizada el espíritu de la civilización avanzada se alejaba continuamente. La ciudad Somalí estaba más lejos de Nairobi debido, supongo, al sistema somalí de aislamiento de sus mujeres. En mis tiempos había unas cuantas muchachas somalíes, jóvenes y hermosas, cuyos nombres conocía todo el mundo, que se fueron a vivir al Bazaar y le tomaban el pelo a la policía de Nairobi; eran inteligentes y cautivadoras. Pero a las mujeres somalíes honradas nunca se las veía en la ciudad. La ciudad Somalí estaba expuesta a todos los vientos, sin sombra y con polvo, y a los somalíes les debía de  recordar sus desiertos nativos. Los europeos, que viven durante mucho tiempo, generaciones incluso, en el mismo sitio, no pueden acostumbrarse a la completa indiferencia ante lo que les rodea que caracteriza a las razas nómadas. Las casas somalíes estaban diseminadas irregularmente por el terreno desnudo y parecía como si hubieran sido sujetas por clavos de cuatro pulgadas para que duraran una semana. Lo que resultaba sorprendente es que cuando entrabas en ellas te encontrabas con interiores ordenados y frescos, perfumados con inciensos árabes, con preciosas alfombras y tapices, vasijas de bronce y de plata, y espadas con empuñaduras de marfil y nobles hojas. Las mujeres somalíes poseían unos modales dignos y corteses, eran hospitalarias y alegres, con una risa que sonaba como campanillas de plata. Me sentía a gusto en su aldea somalí gracias a mi criado somalí, Farah Aden, que estuvo conmigo durante toda mi época africana, y asistí a muchas de sus fiestas.

Una boda somalí es una soberbia celebración tradicional. Como invitada de honor me llevaban a la habitación de la novia, de cuyas paredes y lecho nupcial colgaban antiguos tejidos resplandecientes y bordados, en medio de los cuales se veía a la muchacha de oscuros ojos, derecha como el bastón de un mariscal, vestida con pesadas sedas, oro y ámbar.

Algunos pájaros africanos 

Al principio de las grandes lluvias, en la última semana de marzo o en la primera de abril, he escuchado al ruiseñor de los bosques de África. No la canción entera, sólo unas cuantas notas: los primeros compases de un concierto, un ensayo, repentinamente suspendido y vuelto a comenzar. Era como si en la soledad de los bosques empapados de lluvia alguien en un árbol estuviera tocando un pequeño cello. Era, sin embargo, la misma melodía y con la misma abundancia y suavidad que pronto llenaría los bosques de Europa, desde Sicilia a Elsinore. Teníamos las cigüeñas blancas y negras en África, los pájaros que hacen sus nidos sobre los tejados de bálago de las aldeas del norte de Europa.

En África tienen un aspecto menos imponente que allá, porque hay pájaros tan altos y voluminosos como el marabú y el serpentaria que se le pueden comparar. Las cigüeñas tienen unos hábitos distintos en África que en Europa, donde viven como si fueran parejas casadas y son el símbolo de la felicidad doméstica. Aquí se las ve en grandes bandadas, como en clubs. Les llaman los pájaros-langosta en África y siguen a las langostas cuando éstas caen sobre la tierra, viviendo por todo lo alto gracias a eso. Sobrevuelan las praderas también cuando arde la hierba, enfrente de la línea de avance de pequeñas llamas saltarinas, por encima del centelleante aire del color del arco iris y el humo gris, en busca de las ratas y las serpientes que escapan del fuego. Las cigüeñas se lo pasan muy bien en África. Pero su verdadera vida no está aquí y cuando los vientos primaverales les traen pensamientos de apareamiento y de anidar, sus corazones se vuelven hacia el norte, y recuerdan los viejos tiempos y lugares y vuelan hacia allá, de dos en dos y poco después se las encuentra vadeando las frías marismas de sus lugares  de origen. En las praderas, en el principio de las lluvias, donde los vastos tallos de hierba quemada empiezan a mostrar brotes verdes, hay muchos centenares de chorlitos. Las praderas siempre tienen algo de marino, los horizontes abiertos recuerdan el mar y las largas playas marinas, el viento vagabundo es el mismo, la hierba chamuscada tiene un olor marino y cuando crece, corre en oleadas sobre la tierra.

Cuando los Claveles blancos florecen en las praderas te recuerda las altas olas crestadas de blanco al navegar por el Sund. Sobre las praderas los chorlitos toman el aspecto de aves marinas y se comportan como tales en una playa, correteando sobre la hierba espesa, tan rápidos como pueden durante un corto tiempo, y luego levantan el vuelo ante tu caballo con agudos chillidos, así que el cielo claro se llena de vida con alas y voces de pájaros.

Este texto pertenece a la campaña de Ciudadanos Viajeros para viajar sin romper la cuarentena obligatoria, bajo la consigna #YoMeQuedoEnCasa. Para seguir leyendo otros libros ingresá acá.

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