En la provincia de Buenos Aires, hay rincones que parecen olvidados por el tiempo, pero que cobran vida a través de la cámara de Martín Benchimol y Pablo Aparo. Sus documentales La gente del río (2012) y El espanto (2017) no solo exploran estos pueblos, sino que los rescatan del margen, mostrando su esencia con curiosidad, respeto y atención a lo humano.
La gente del río transporta al espectador a Ernestina, un pequeño pueblo del partido de Veinticinco de Mayo. Allí, el río Salado no es solo un paisaje: es un observador silencioso de la vida cotidiana. La película narra, con un misterio menor como excusa, cómo los vecinos se cuentan a sí mismos, entre recuerdos, rumores y humor barrial. Cada testimonio es un primer plano; cada vecino, un narrador.
“La idea surgió desde una tesis universitaria con mi compañero, en el contexto de una fuerte campaña sobre el fantasma de la inseguridad que nos parecía desmedida, así decidimos ir a un pueblo muy pequeño de esos donde dejas la bicicleta en la calle y la vida es tranquila. Cuando llegamos a Ernestina nos encontramos además de un lugar precioso, una contradicción. Seguía siendo un pueblo pequeño y tranquilo pero de alguna manera había un temor en relación a las personas que visitan el río”, contó Martín Benchimol.
En “El espanto”, la mirada se traslada a Pedernales, Sol de Mayo y Elvira, donde la medicina popular se mezcla con lo ancestral. La comunidad enfrenta dolencias con plantas, rituales y manos hábiles, mientras un personaje singular, Jorge, se encarga de lo que no tiene explicación: el espanto.
“El disparador son las formas alternativas de curarse, y en ese sentido también yace una contradicción, con relación a lo esotérico y las creencias, pero por otro lado, una necesidad concreta que tiene que ver con estos pueblos. Al estar aislados de las ciudades no tienen acceso cercano a hospitales de alta complejidad”, explicó Martín.
Los directores destacan que la experiencia de filmar fue un aprendizaje constante “la experiencia de filmar en estos pueblos fue sorprendente y preciosa, de mucho intercambio. Las películas se fueron haciendo a medida que conocíamos a las personas, no teníamos un guión preestablecido, fue surgiendo cuando hablábamos con los habitantes, los protagonistas”, agregó Benchimol.
Sobre Ernestina, contó “pasamos tanto tiempo en el pueblo, además del estreno, que para la segunda película ya nos conocían como los chicos que habían hecho La gente del río. Se generó un sentido de pertenencia. También habla de nuestra forma de trabajar, que es permanecer en los lugares, y nos dejó construir un vínculo que enriqueció la trama”.
El cine de Benchimol y Aparo invita a detenerse, a recorrer caminos de tierra y escuchar historias que normalmente pasarían inadvertidas. Sus películas son ventanas a la vida de pueblos que, aunque pequeños y olvidados, tienen mucho que enseñar sobre identidad, comunidad y formas alternativas de habitar el mundo.
Como dijo Benchimol, “No hace falta transformar un pueblo para que brille: solo hay que mirarlo con atención y tiempo”. Ernestina y El Dorado nos muestran que la provincia guarda secretos fascinantes, y que el cine puede ser la brújula que los revela.